Son muchos los aciertos de la última entrega del aclamado director de cine animado Isao Takahata: trama lineal, contundencia, estética única, tradición e innovación.
La princesa Kaguya es un viaje a un manuscrito del período Edo, con sus perfiles blancos, las perfectas caídas de los kimonos, los suntuosos palacios con estanques; pero, en medio de toda esa armonía y belleza estética, se abre paso un elemento disonante: la protagonista.
Fuerte y rebelde, comprensiva e inteligente, valiente y prodigiosa, la pequeña niña, nacida del brote de un bambú, nos pone frente a los ojos la terrible realidad de muchas mujeres y de muchos tiempos. Nos susurra al oído su sufrimiento y resignación, la impotencia de no poder asir su propio destino.
Originalmente, la historia de la princesa Kaguya se remonta a un cuento anterior al siglo X, rescatado y transcrito bajo el título El cuento del cortador de bambú. Hoy en día, los documentos más antiguos que conservamos de ella corresponden al Período Edo (1609 – 1868). Se trata de una historia de infinito valor para la tradición literaria nipona: pertenece a una serie de cuentos que, además de constituir los primeros textos de ficción escritos en prosa, también fueron los primeros en documentarse bajo un sistema de escritura propiamente japonés, y no de herencia china. Es un cuento tradicional que ha sido representado y adaptado a un sinfín de medios, y que, en 2013, llegó a la gran pantalla con una esencia refrescante y nueva. Nunca un cuento tan antiguo se sintió tan actual.
La princesa Kaguya —una más entre los millares de princesas mudas, protagonistas de un sinfín de cuentos tradicionales alrededor del mundo—, es, por fin, dotada de una voz propia. Vemos en ella a una niña con todas las cualidades que una niña debe tener, con la humanidad que todo ser humano debe tener; vemos su sensibilidad y resistencia a los cambios, la añoranza por las amistades y el amor, el deseo de una infancia llena de juegos y primaveras.
También vemos cómo las figuras autoritarias —su padre y las incuestionables costumbres—, destruyen, lentamente, todo aquello que podía hacerla feliz y autónoma. Es alejada de la gente que quiere y del lugar en el que creció, se ve obligada a aceptar una vida dentro de la nobleza que nunca deseó, acatar la obligación de contraer matrimonio con alguno de sus pretendientes —mayores y desconocidos—, y dejar a un lado los deseos y pensamientos, propios de alguien de su edad, para aprender las formas de una auténtica princesa: cantar con perfección, dominar el arte de la caligrafía, no llorar, no gritar, no reír, no levantarse, no salir, no ser vista por nadie, no hablar.
La princesa Kaguya es la niña de siempre, es cada niña. Ha poblado el mundo entero durante todas las historias y culturas. Es la niña que tiene que renunciar a una vida de libertad, de sensaciones y placeres para servir a una sociedad que ni la aprecia, ni le concede un espacio. Por eso es crucial haberla dotado de voz: no es solo la protagonista de un cuento tradicional, sino el modelo de mujer, un modelo artificial y cruel, que se ha propagado por todos los rincones del planeta y que se extiende hasta nuestros días.
Kaguya se resiste y grita por todas aquellas que solo pudieron optar por callar siempre.