En 1982 Ridley Scott revolucionaba el mundo del cyberpunk a través de una de las grandes obras maestras del cine, Blade Runner. Basada en la novela del norteamericano Phlillip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Blade Runner explora la condición humana, desplazando el ser ahí heideggeriano, al ser allá en el postapocalíptico 2019. A pesar de la libertad con la que Scott ejecutó esta adaptación, no debemos entender el filme como algo ajeno a la novela, sino como el tejado y las paredes que se sustentan sobre los cimientos sólidos y bien contorneados que Phillip K. Dick construyó allá sobre el año 1968.
Ambas relatan grosso modo la caza o retiro de los Nexus-6, androides fugitivos de la colonia de Marte que pueden suponer un peligro para las personas que han permanecido en el planeta Tierra. Y, hasta ahí, aparentemente, las similitudes. Scott introduce nuevos elementos y suprime otros de la novela que no consideró relevantes para proyectar los conflictos morales, existenciales y metafísicos que encierran ambas obras.
Espacio y sociedad se unen formando una masa densa, gris y decadente. El humo del tabaco, la polución, la lluvia, y en el caso de la novela, el polvo, maquillan una atmósfera pesada y tóxica que impide sentir toda posibilidad esperanzadora de futuro para unos individuos iluminados por el neón. El edificio industrial se disuelve en la neblina férrea que provocan la burocracia, la convención social y la publicidad inherentes a un sistema capitalista del que solo queda el poso nihilista de la compraventa. Las personas caminan ensimismadas en su alienación en la calle bajo anuncios que ora gritan y advierten «¡Emigra o degenera! ¡Elige!» ora parpadean ansiosos una invitación a disfrutar la vida culminando en el absurdo y el patetismo.
Todos los grandes relatos e ideológicos se han fundido en ese cielo sin Sol. Nada vale, nada sirve. El Mercerismo, religión pseudocristiana que preconiza la resurrección de todo ser vivo en ser eléctrico de forma subliminal, resulta ser una proyección fantasma. Wilbur Mercer el amado redentor con el que se comparte el dolor que sufrió a pedradas cuando resucitó resulta ser un androide que es imagen y semejanza de un actor alcohólico de Hollywood. Cuando esto se descubre, se derrumba el único pilar ideológico que aliviaba el peso de la vida de los terrícolas. Scott obvia el Mercerismo, pero impone en cada habitación una pantalla de televisor que siempre encendida, nunca emite. En ese mundo ya no existe, pues, ni un resquicio al que el ser humano se pueda aferrar.
Si algo diferencia el filme de la obra es la introducción del género negro que levanta y engrandece la narración más bien lineal y algo tosca ,aunque salpicada de diálogos sublimes, de la que hace gala un Phillip K. Dick al que casi únicamente interesa mostrar ese futuro alienado. Un Rick Deckard casado y orgulloso, al principio, de su trabajo se convierte en el detective arquetípico de la novela negra al uso de El Agente de la Continental; un hombre ebrio, seductor, pesimista y derrotista pero pertinaz y constante en su trabajo. Y como en un buen relato negro no puede faltar un seductora e hipnótica femme fatal, Scott moldea la androide Rachel Rosen hasta conseguir de ella una mujer a la que no le importa empuñar una pistola. Triste y melancólica Rachel proyecta desde ella todo un conflicto moral y existencial al saberse androide, lo que hará que inmediatamente tanto el Rick de la novela como el de la película empaticen con ella sin escrúpulos, en parte por la atracción sexual, en parte por la identificación bidireccional que se da entre ellos.
El bizcocho borracho que sustenta este decorado, que aunque profundo y complejo, es secundario, se compone de pensamientos metafísicos, existencialistas, darwinistas, morales y ontológicos a partes iguales. La empatía actúa en ambas obras como una masa madre que amalgama y fermenta estas ideas. En este juego entre lo artificial y lo humano, empatizar se vuelve necesario para ser considerado ser humano de primera categoría, de segunda, o androide. En el libro Rick se desquicia progresivamente en su busca de un animal real que pueda sustituir a su oveja eléctrica a la que aborrece pero alimenta por miedo al qué dirán vecinal. Scott elimina esto del filme y va directo al meollo. El ser humano se deshumaniza a través de actos mecánicos, rutinarios, consecuencia de la resignación ante su situación presente. Los androides Nexus-6 al descubrir que van a morir, solo tienen cuatro años de vida, inician ese viaje hacia la Tierra, en busca de una cura, en busca, en definitiva, de una solución que revierta su situación. Así los androides lloran la pérdida de sus compañeros, se preguntan sobre la moralidad de sus actos, y discurren sobre su propio origen, cuestiones que ya el individuo humano ha dejado de preguntarse. Phillip K. Dick establece un paralelismo total entre humano y androide a través del darwinismo en el momento en el que Rick repara en que quizá los androides Nexus-6 sean pseudoanimales superdesarrollados. De esta manera, nos encontramos con que el androide quiere buscar a quien lo creó para echarle en cara los fallos de su creación, para expresar que no desea su condición, que no eligió ser creado, que no quiere morir. Al encontrarse con la simplista aunque cierta respuesta «La vida es así.» Roy Batty líder de los androides incurre en el parricidio, mata a su padre a su creador, como acto y último y final de rebeldía de su existencia.
Novela y película muestran, pues, al androide-ahí, como un ser que no eligió su morfología de cables y conexiones eléctricas destinadas a perecer. Un ser que no es solo droide sino que ha desarrollado toda una serie de pensamientos propios, como el ser humano lo hizo antes de que el mundo capitalista se autodestruyera. Estas ideas se desgranan de forma brillante en un rosario que implica mucho más que la imagen en la pantalla o la tinta en el papel.