Quizás cuando le diste clic al enlace que te trajo hasta este artículo, creíste que te encontrarías con una de esas listas procesadas y simplistas, de esas que te llenan el pecho de orgullo al reafirmarte algo que ya sabías; tal vez creíste —especialmente si eres lector— que sonreirías detrás de tu monitor y pensarías en todos los beneficios de los que ya gozas porque lees a Pérez Reverte, sabes quién es Javier Marías y te encanta Travesuras de la niña mala —¡qué bien escribe Mario Vargas Llosa!—. Porque tú sabes ya que no leer es, junto con no consumir suficientes semillas de chía o no vivir cada día como si fuera el último, lo peor que un ser humano puede hacerse a sí mismo. Quizás te esperaste algo del estilo por culpa de todas las listas que rondan por internet: «20 razones por las que nunca debes ir a Brasil», «17 razones para no luchar por tus sueños» en las que enseñan a todos esos «paletos víctimas del sistema y con mentalidad limitada» —tú estás por encima de eso— que, efectivamente, hay muchas razones por las que ir a Brasil, hay muchas razones para luchar por nuestros sueños.
Pero, querido lector, si ese fue tu caso, te has equivocado. Aquí no hay mensaje oculto, ni paradoja, ni ironía, ni juguete incluido con tu hamburguesa.
Yo me guío por una regla personal: cualquier afirmación tan sencilla y desnuda que parezca demasiado buena para ser cierta, probablemente sea demasiado buena para ser cierta. «Leer es bueno», es una de ellas.
Leer es un peligro.
Bueno, no el acto en sí, leer es inofensivo si se lee algo que esté libre de ideología. La pregunta es ¿hay algo leíble que esté libre de ideología? Me inclino a pensar que no —ni el slogan más breve, ni los ingredientes de la sopa instantánea—.
Leer puede ser buenísimo para una persona: puede abrir su mente a nuevas posibilidades, mejorar sus capacidades cognitivas, reducir su estrés, transportarla a otros mundos, hacerla desconectarse de sus problemas, mejorar su inteligencia lingüística y su ortografía. Sí. Puede hacer todo eso —y mucho más—.
Pero leer también puede ser una práctica que no resulte fructífera o puede, de hecho, perjudicarnos profundamente. No es «la lectura» por sí sola la que hace maravillas, sino que el proceso de lectura, sus beneficios o perjuicios, dependen de cada lector. Un libro «inofensivo» —que nunca lo es— en las manos equivocadas puede tener consecuencias catastróficas. Pesemos en una adolescente de trece años que devora la saga de Crepúsculo. ¿Está preparada para asimilar esa historia de amor adolescente idealizado, pasional, posesivo y sumamente dañino por el que la protagonista intenta suicidarse? No lo creo.
Un libro incomprendido—ejem, ejem: censura de Lolita en Inglaterra hasta 1960— con muchísimo que aportar puede caer en la «lista negra» de lectura, y entonces sólo lo leerán los «degenerados»; o puede quedar atrapado entre las garras de la censura —la censura contemporánea, en estos tiempos de famas fútiles, es la negación a la publicación… excepto para Facebook, Facebook parece aún regirse con los mismos principios que la Inquisición cuando se trata de censura— y morir antes de nacer. Un libro de ideología retrógrada y excluyente, pero maquillado de atrevimiento y «actualidad», un poco atrevido y picante, como si no existiera desde los inicios de la humanidad el arte erótico —sí, estoy hablando de las sombras de Grey—, puede tener un formidable recibimiento del público y sembrar sus malévolas semillas en muchas mentes que no están preparadas para combatirlas.
La lectura —como cualquier otro producto consumible— no se debe entender como algo que nos hace bien porque sí. Es un arma, el arma más infalible para ciertas esferas interesadas —todos sabemos que muchas grandes editoriales perdieron su autonomía desde hace tiempo, aunque ¿quién es autónomo frente al flujo del capital? Solo los antihéroes veintiunescos—, porque se cuela en nuestro interior cuando menos lo esperamos, que es cuando leemos en casa tranquilos. El mito mismo de los increíbles beneficios de la lectura lo reafirma: estamos tan convencidos de que, cuando leemos, estamos beneficiándonos, incluso más que cuando cenamos ensalada, que es el momento perfecto para llenarnos la cabeza de ideas. Deberíamos ser muy escépticos en este tema —me llaman conspiracionista—: ¿a quién le interesa hacernos creer que leer es bueno?
La buena noticia es que existe un arma definitiva contra todo este envenenamiento y corrupción: seguir leyendo. Para que la lectura deje de ser un arma contra nosotros y se convierta, de hecho, en nuestro escudo, debemos leer más y más, pero no hacerlo como siempre lo hacemos. El primer paso es ser conscientes de que leer no es ni inofensivo ni ventajoso, sino todo lo contrario, y nunca olvidarlo durante el acto de lectura. El segundo es aprender a identificar, mientras leemos, toda aquella latente ideología que intenta derrumbar nuestras defensas y filtrarse en nuestros cerebros. Y entonces, y solo entonces, el acto de leer volverá a ser beneficioso.
P.D. Uy, qué casualidad: ¡existe un artículo que se llama «10 razones para no leer»!