Kioi se despertó. Su boca estaba seca. Buscó en la oscuridad la botella de agua. Tan solo quedaba un poco y pensó en la pequeña Waceera. Tragó saliva y volvió a dejarla en la mesa. Se incorporó y corrió levemente la cortina. Miró al horizonte. Nuevos imponentes rascacielos y un rosario de obras que parecía no tener fin.
Caminó de puntillas hacia la puerta, sorteando los roídos tacones de Mumbi. Abrió la puerta y salió. Deslizó su mano sobre la oxidada carrocería de su viejo coche. En su interior había un par de mantas y un preservativo usado, pero Waceera no estaba allí. Habría ido a buscar en la chatarra.
Se hurgó en los bolsillos y encontró el poco tabaco que le quedaba. Se sentó en el coche y se lió un cigarro. Mientras daba la primera calada, comenzó a buscar entre los asientos. Descubrió un par de monedas, suficiente para poder comprar un poco de pan.
Kioi caminó hacia la tienda, dubitativo. Apretaba tan fuerte las monedas que la palma de su mano empezó a sangrar. Abrió la puerta y se dirigió al mostrador. “Cerveza”, balbuceó.
Una vez fuera, examinó la botella. Aunque no sabía leer, reconoció dos letras omnipresentes en el país: UK. Con las manos temblorosas, la abrió. Una lágrima recorrió su cara, abriendo un surco entre el polvo que la cubría.
…
Entró en casa. Se acercó a la ventana y miró de nuevo al horizonte. Cerró la cortina y volvió a dormir.
Carlos Léaud