Había salido esa noche con la intención de llevarme a esa mujer al catre. Había ordenado, antes de salir, la habitación para que pareciera pulcra cuando consiguiera seducir a aquella belleza mediocre que tanto me ponía. Ese ser del montón y desenvolverse con la precisa soltura. Esa chica tenía una timidez que parecía el llevar un vaso lleno hasta arriba de la cocina a la mesa del comedor. De vez en cuando, alguna gota, con la zozobra del querer y saber no poder, se vertía sobre la realidad mojándola de cariño imperfecto. Así es que se le escapaban anodinas frases: “— Estaré toda la tarde por el centro, cualquier cosa ya sabes…” o “— No sé si tengo tu teléfono…” Pero en seguida, volvía al tono neutro de la formalidad con juego.
Giré las dos calles que me faltaban para llegar al restaurante francés en el que nos habíamos citado, por sugerencia suya, y la vi esperando sentada dentro. Los cristales eran grandes; era un local que quería no esconder nada pero terminaba por enseñar demasiado. La puerta por la que pasé tenia una enredadera que parecía cabreada por ser de plástico. La puerta se conformaba con abrirse y cerrarse solo hacia fuera. Y allí estaba. De espaldas a mi, con el móvil en la mano, creo que estaba enviando un whatsapp. Hice un poco el payaso y me pasé de largo a propósito. Quería que me llamara ella, pero no lo hizo así que cuando estaba ya a punto de llegar a la cocina me giré e hice como que la veía por primera vez. Me senté dándome cuenta que era tarde para cenar porque no había ni dios en la sala.
Me saludó: media sonrisa aderezada con una inclinación maravillosa de los hombros. Tenía el pelo demasiado claro para mantener el equilibrio. Los labios parecían haberse jibarizado en forma de trébol de color manzana envenenada. Había una farola en la calle que iluminaba su ojo izquierdo más que su análogo en la derecha. Se daba el caso de una heterocromía iridis, muy típica de los Husky Siberianos. Tenía un ojo de color miel de lavanda y el otro, más oscuro, parecía la corteza de un nogal. Su piel se sabía enamorada del sol, de un color broncíneo muy atrevido. Me imaginé un Husky en una tumbona poniéndose crema solar.
Comimos bastante lentamente el carpaccio, que venía con un parmesano delicioso. Los postres, un pastelito de coco con chocolate fundido, los compartimos. En un momento determinado, ella se levantó informándome de que iba al baño, que pidiera la cuenta, por favor. Así lo hice, utilizando mi libertad para obedecer. Pasó tan cerca de mí para dirigirse al lavabo que me rozó con su negro vestido bombacho que tenía un relieve a base de invisibles líneas verticales. Esa mujer estaba en posesión de unas ancas que parecían dos perniles de Huelva, de calidad certificada. No llevaba tacones, y me daba cuenta de eso ahora. Me seguían gustando las mujeres sin tacones, qué le vamos a hacer.
Me levanté, me fui hacia el baño, justo en el momento en que salía ella, arreglándose el pelo que le caía por los laterales del cráneo. Quería utilizar sus orejas para sujetar aquellos bonitos cabellos bermejos. Se encontró conmigo de frente y le dije que iba al baño antes de irnos también. A pesar de tal anunciación la besé como besan las personas que acaban de cenar, sin lengua. Ella me lo agradeció con su sonrisa que había estado esgrimiendo toda la colación. Yo le narré al oído el motivo por el que contenía la lengua y, al verbalizarlo, se echó a reír. Algún escritor habría dicho que si consigues hacer reír a una mujer, puedes hacer que haga cualquier cosa. Pagamos entre miradas lúbricas. Subimos a mi coche no sin antes darnos otra ración de besitos y palpación anatómica. Yo insistí sobre todo en el culo. Pensé en pedir vacaciones solo para concentrarme en esa ocupación que me resultaba fascinante. Luego me retracté de haber planteado esa opción porque en esos día tenía muchos trabajo en la oficina. Se puede decir que iba un poco de culo, aunque mis manos perdían el mismo por seguir tocando el susodicho.
Llegué a mi piso más excitado que un catador de viagra. Me ponía mucho, pa’ qué nos vamos a andar con rodeos a estas alturas. Quisimos reproducir los actos de una pasión desmadrada. Me empotró contra el portal de mi propio hogar, con ese envite, ni Negrín se hubiera resistido a lo que pretendía la muchacha. Era contundente, pero no desvergonzada. Mantenía la clase pero no se alejaba de la presa. Jugaba con la situación y con mis ganas, aprovechando su timidez coqueta haciéndola parecer el comedimiento que te mantiene en vilo. Le di las llaves, abrió la puerta con el silencio de Harpo Marx. La agarré fuertemente por las caderas de donde brotaban unas nalgas demenciales, anticonstitucionales. En un frenesí que no consigo aún explicarme, la llevé a la cama. Histriónicamente, y doblando con exageración la muñeca, la empujé con la fuerza justa para que tuviera que poner de su parte si quería llegar a la posición horizontal. Me puse encima suyo. No había ya cortesía. La orquestra nocturna de mi habitación empezó a tocar la sinfonía de nuestras respiraciones. Lo hizo en un allegro vivace que se acercaba al presto. Las paredes se dieron la vuelta para no mirar. Yo pensé que no era rubor, sino más bien envidia. Queríamos quitarnos la ropa. La piel es una amante muy posesiva. Pegajosa. Siempre quiere más. No se sacia. Fuera la ropa: se quedó solo con las braguitas; yo aún llevaba los pantalones. No era un tanga, eran braguitas. De color lila pastel con la goma disimulada. Iban con su carácter. Me gustaban porque el morado me seduce. Ella estaba deslizándose hacia abajo, la ayudé para que se pusiera cómoda. Cogió el cojín. Lo movió como una diosa debía haber movido las nubes en el olimpo. Pero el desastre hizo acto de presencia. Debajo de la almohada estaba mi pijama. ¡Qué desastre! El típico pijama que hace 6 meses que no lavas estaba allí clandestino. ¡Oh, no! Ella se desmayó al instante. ¡He ahí la hecatombe! Perdió el conocimiento. No me lo podía creer.
Tendría que haber ordenado mejor la habitación antes de salir.
Por la mañana no se acordaba de su nombre.
Roc Solà