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Corría el año 1952. La destartalada motocicleta “La Poderosa” reposaba sobre la acera del 129 de la Calle Rojas, en Buenos Aires. Mientras, Ernesto Guevara y Alberto Granado se fundían en un abrazo con la familia del primero. Después, con la pesadumbre del adiós y la electrizante exaltación de la inminente aventura, amarraban las últimas bolsas y mochilas a su Rocinante motorizado. Así, nuestros héroes, emprendieron un viaje que les llevaría al corazón del continente. Ante ellos se extendía toda América Latina. Desde la Patagonia hasta Caracas, pasando por Valparaíso, Cuzco y Lima.
Ernesto y Alberto se enfrentaron a la carretera como aquel que se enfrentó a molinos de viento, y fueron suficientemente valientes como para ver más allá que carreteras polvorientas y barro. Alberto y Ernesto, locos e idealistas, abandonaron la civilización para estar más cerca de la tierra. Se despojaron del estudio, del trabajo, de la familia y de Argentina para, como dice Joyce en “Portrait of an Artist as a Young Man”, forjarse una nueva identidad, convertirse en artistas. Y es que hace falta ser un artista para trazar con tanta maestría semejante retrato del continente y sus gentes.
Precisamente porque Latinoamérica no es nada sin los latinoamericanos, Alberto y Ernesto plasmaron, entre líneas, la esencia del continente en sus diarios de motocicleta. Una esencia que surgía de la unión entre Latinoamérica y sus gentes, donde tierra y sangre se funden en un solo ente. Un continente mestizo que, según Ernesto, comparte un mismo objetivo. Las pescaderas de Valparaíso, los ganaderos peruanos, los campesinos indígenas y los explotados mineros en el Atacama fluyen por las venas abiertas de un continente al que dan vida. Así, Alberto y Ernesto nos ofrecen un retrato de la América Latina explotada por los poderosos, esclava de la herencia colonial española… Una Latinoamérica enferma a la que curar.
Y es que, la primera palabra de la tierna infancia de Ernesto Guevara fue “inyección”. Sabía, de primera mano, el sufrimiento que conlleva una enfermedad. Conocía la pesada carga que supone llevarla consigo y lo duro del tratamiento. Así, en la ruta, diario en mano, supo ir más allá de los meros paisajes que les regalaba la carretera para sumirse en las entrañas del continente y hacer el diagnóstico apropiado que le llevó a tomar el camino de la revolución.
En «Diarios de Motocicleta» vemos como la revolución de Ernesto no empezó en Cuba. Empezó en la ruta, donde se dio cuenta de que no quería que nadie sufriera porque entendía a la perfección lo que el sufrimiento implicaba. Da igual si la enfermedad es económica o de salud: lo que importa es que la enfermedad te aleja –o te aparta completamente– de la humanidad. Los mineros del Atacama, totalmente dependientes del patrón, sin lugar donde cobijarse y con la incertidumbre de si comerán o no ese día. Los leprosos a los que trataba en la colonia en el Perú, que eran separados de los sanos por el río que debían cruzar para atenderlos. El río…
Spoilers aparte, Ernesto en un momento dado durante su estancia en la colonia de leprosos, celebra su cumpleaños en la parte “sana” del río, donde se aloja el personal médico. De repente, mirando a la luz del campamento de los leprosos al otro lado del mismo, toma la decisión de cruzarlo a nado para celebrar su cumpleaños al otro lado del río. El otro lado del río, efectivamente, es mucho más que una mera cuestión de geografía. Allá, en el otro lado del río, están los otros. Ernesto, como recoge Jorge Drexler en la canción que cierra este artículo, remó, remó y remó. Y consiguió llegar a la otra orilla y festejar con aquellos que han sido apartados.
Ernesto Guevara nos enseña que, en lo más profundo del corazón, en el fondo de las entrañas llevamos la revolución. La revolución sale, hace deslizar el bolígrafo sobre el papel, sale por nuestras bocas en forma de grito desgarrado y dota a nuestros abrazos del calor de la humanidad. La revolución hace que en un arrebato de humanidad cruces un río en mitad de la noche para perderte en un mar de abrazos. La revolución es amor.
Hoy, miles de sirios, al otro lado de un río más grande llamado “Mediterráneo”, están arriesgando sus vidas para dejar de ser los otros. Los del otro lado. Aquellos cuya historia no es la nuestra, los apartados. Hoy, en África, millones de personas no tienen ni para comer y se sumen en viajes imposibles para cruzar el Estrecho y buscar una vida mejor. Hoy, miles de personas en España están en riesgo de exclusión social o corren el peligro de perder su vivienda, sufriendo quebraderos de cabeza.
Todos ellos están al otro lado del río. En nuestras manos está cruzarlo y, entre sus líneas, reescribir la humanidad.