No sabía si escribir esto o no. En parte porque de Miguel de Cervantes se habla mucho y se aporta poco, y en parte porque se trata de una cuestión en la que fácilmente se puede caer en el simplismo o, por el contrario, en lo rebuscado. Yo procuraré evitar ambos errores, pero no puedo prometer nada.
Si finalmente me decidí a escribir este artículo es porque siempre que leo sobre «las mujeres de Cervantes», termino con acidez en el estómago. Quienes se creen con autoridad de debatir sobre el tema, adivinen, suelen ser hombres. Y el hecho de que sean los hombres los que hablan sobre las «mujeres de Cervantes» hace muchas veces que las mujeres giren en torno a Cervantes, por un lado; y por el otro, y aun cuando intentan hacer una especie de ensalzamiento feminista cutre, no pueden evitar ser insufriblemente falocéntricos. Por poner un ejemplo:
Las mujeres de Cervantes suponen un cambio radical de las estructuras machistas de la época. Son unas perfectas conocedoras de las debilidades del hombre y las aprovechan pero, son, sobre todo, mujeres que no están dispuestas a llevar una vida de esclava sin la libertad que su inteligencia, y su cuerpo, les permite.
No creo que haga falta enfatizar demasiado en el contexto: finales del siglo XVI, las mujeres «honradas» podían casarse o meterse a monjas. Las demás tenían un abanico de posibilidades, no todas demasiado malas, pero sacrificaban su reputación en menor o mayor medida. Legalmente, una mujer perdía derecho a sus propiedades al contraer matrimonio, pero las hermanas de Cervantes no tenían nada que heredar, y en caso de haberlo hecho, las propiedades hubiesen sido para Miguel, el primer varón de la familia. No tiene importancia, los Cervantes siempre malvivieron gracias a fortuitos regalos de la vida que les permitieron irse abriendo paso.
Pone un penoso texto —con los logos de Comunidad de Madrid y de Museo Casa Natal de Cervantes, grandes y visibles en la cabecera— que
ninguna de las hermanas de Cervantes se casó, lo que no quiere decir que no tuvieran relaciones con hombres. De hecho, las hermanas de Cervantes, siguiendo quizás la tradición de su tía abuela, mantuvieron su independencia económica, lo que en su época sólo se podía conseguir aprovechándose de los hombres.
Obviando que lo de la tía abuela es innecesario y que lo único que dice el párrafo es que las hermanas Cervantes no eran alienígenas, quisiera decir, en primer lugar, que «aprovecharse» me parece una elección de verbo insultante —por no decir idiota— para describir la situación. Ni Andrea ni Magdalena se aprovechaban de los hombres, sino que recibían, a veces, dádivas mientras mantenían relaciones con ellos. No pretendo maquillar la realidad: puedo decir, abiertamente y sin pudor, que Andrea y Magdalena tenían algo de cortesanas —sí, tercera acepción—, pero eso no es aprovecharse de nadie —¿no es eso, en esencia, lo mismo que casarse, como hizo Miguel, con una mujer por su dote?—.
Aquí, creo, cabe una mención honorífica al otro bando, ese que quisiera erradicar cualquier tinte de «prostituibles» de los nombres de las hermanas «de» Cervantes —creo que es el mismo bando que no quiere ni imaginarse la posibilidad de que Miguel fuera judeoconverso o que a veces se acostara con hombres—.
En segundo lugar, cuando hablamos de la elección de vida que hicieron ambas hermanas, no deberíamos permitirnos ningún tono moralizante. La cultura de los siglos XVI y XVII, por más que Fray Luis proyectara a su perfecta casada como mujer privada de libertades —«como son los hombres para lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres hablar y salir a la calle, así es de ellas encerrarse y callarse»—, no era precisamente «casta». Las cifras de hijos fuera de matrimonios y el arrebatador éxito de las comedias de temática adúltera —sin públicos escandalizados— son pruebas fervientes de ello.
Andrea y Magdalena no se casaron ¿y qué? Sí, eso suponía renunciar a toda estabilidad social y, especialmente, económica; y precisamente por eso creo que es un problema muy básico que sigamos dándole más importancia a que consiguieran ayuda económica a raíz de sus relaciones privadas, que al hecho en sí: que rechazaran, conscientemente, un esquema impuesto que negaba a los individuos las libertades más esenciales del ser humano, especialmente a las mujeres.
Tener el valor de no casarse, en tiempos de crisis y oscura autoridad, sabiendo que ante ti se abren años interminables de absoluta incertidumbre y desprotección, es admirable. Si ellas se ganaban el dinero haciendo labores a domicilio o recibiendo regalos de sus novios, no solo no tiene ninguna relevancia, sino que refleja un lado práctico de sus personalidades que creo, en serio, parte de la esencia natural de todos los seres humanos. Así que, felizmente, concluyo: Andrea y Magdalena eran humanas —de nuevo—.
Creo que el estilo de vida que llevaron los tres hermanos es fascinantemente común y mundano. Vivieron en malísimas condiciones, se mudaron en varias ocasiones, compartieron una pequeña casita con un montón de primas, las hijas ilegítimas de Andrea y de Miguel —aunque el otro bando insiste mucho en que Isabel era en realidad de Magdalena—, y sepa dios quién más. Eran unos marginados a quienes los vecinos tenían manía —incluso intentaron culparlos de asesinato en una ocasión—; Miguel, ante su miseria económica, intentó irse a las Indias en dos ocasiones, y en dos ocasiones fue rechazado. En definitiva, se trata de una familia con preocupaciones mucho más terrenas que aquellas relacionadas a la honra, a las preocupaciones artificiales impuestas por la moral católica. Este estilo de vida, quizás inevitable para Miguel, quizás «voluntario» para Andrea y Magdalena, es una reivindicación de la libertad: libertad a cualquier coste.
Sabemos que el discurso sobre la libertad es importantísimo en la obra de Miguel. Y me molesta que, cuando se ha intentado reconocer la contribución de ambas hermanas en su literatura, con frecuencia se ha caído en un error de dimensiones: la dimensión de la ficción y la dimensión de la realidad. Claro que la vida privada de Miguel influyó fuertemente en su obra, pero por dios, no nos olvidemos, por favor —parece muy evidente, pero es frecuentemente pasado por alto— de que Andrea y Magdalena no fueron quienes fueron, mujeres valientes y modernas, por ser hermanas de Miguel. No son sus personajes, ni necesitamos atribuirle, en este aspecto, ninguna victoria a nuestro autor, ningún reconocimiento —de esos, con su sola obra, le sobran—. No podemos poner a Andrea y Magdalena en el plano de Leonora, Luscinda o Marcela la pastora.
Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura.
Los tres, Andrea, Miguel y Magdalena, hermanos inteligentes, sensibles y adelantados, convivieron durante años bajo el mismo techo, se cuidaron los unos a los otros—ellas aportaron una importantísima suma de dinero al rescate de Miguel y Rodrigo, con la ayuda de su madre— y se divirtieron juntos. Parece que construyeron una relación basada en el profundo respeto y la auténtica comprensión, una relación en la que tuvieron mucho que reír, sufrir y aprender juntos.
El tergiversar el recuerdo de Andrea y Magdalena —tanto trayéndolas a menos al castigar sus decisiones personales, como trayéndolas a más para poder, así, y a través de sus personas, exaltar más a nuestro héroe Miguel— no solo es un error que debería considerarse completamente desfasado en estos tiempos, sino que es perjudicial para estudiar al autor. Nos aleja de lo que defendía a raíz de su genuina comprensión y sincero respeto hacia las mujeres: a veces sus cómplices, a veces sus amigas, pero, fundamentalmente, sus iguales. Así serán retratadas en su obra: heroínas y estandartes de los más altos ideales cervantinos.