El inglés se ha convertido en lengua franca. A lo largo del pasado siglo fue desplazando al francés y al alemán, lenguas de la diplomacia y de la ciencia respectivamente, hasta proclamarse vencedora en el pódium de los idiomas. La I Guerra Mundial marcó un antes y un después en el uso del inglés, pasando de ser enarbolado por el decadente Imperio Británico a ser extendido por el más que conocido imperialismo yanqui. No es ningún secreto que el auge del inglés coincida con el auge de Estados Unidos como potencia mundial. David Crystal, conocido académico británico, señala que una lengua necesita de un Estado fuerte y próspero para extenderse. Y es que los Estados Unidos han conseguido, a través de su hegemonía cultural, expandir el inglés llegando a los más recónditos rincones del globo.
Hegemonía, cultura y poder político. Cualquier cambio en la economía tiene repercusión en las instituciones ideológicas y la cultura, como defiende la filosofía marxista, y el inglés no es excepción. Valentin Nikolaevich Voloshinov, filósofo del lenguaje soviético ya advirtió de la fuerte interdependencia entre lengua, política y cultura, destacando la influencia de las dos primeras sobre la tercera. Para él, un Estado, al alterar su economía y política, puede aumentar su influencia en la cultura, ya sea lengua, literatura o cine. Y así lo hicieron los Estados Unidos con Hollywood.
Gramsci definió la cultura como una herramienta que nos permite encontrar nuestro sitio en el mundo y, desde luego, a entenderlo. A pesar de ser Gramsci uno de los máximos exponentes de la filosofía marxista, parece que los yanquis hicieron una buena lectura de sus aportes teóricos. A mediados del siglo pasado, los obreros de la producción cinematográfica tenían un rol crucial en la industria. Hollywood tenía una fuerte afiliación sindical, movilizaciones por los derechos de los trabajadores e intelectuales de izquierdas. Incluso comunistas –hasta que McCarthy se hartó claro está- tenían su hueco en Hollywood. No extraña tanto en este contexto que una encuesta realizada en los años previos al McCarthismo un 60% de la población vieran el socialismo como un posible “American Way”. La relación entre el cine y las masas en los States viraba hacia la izquierda.
Claro está que esto no agradaba a cierta parte de la población, y no precisamente la mayoritaria. Banqueros, empresarios y demás derechistas veían el auge de la izquierda en EEUU como peligroso. Eric Johnston, presidente de laCámara de Comercio de EEUU y futuro jefazo de la Motion Picture Producer’s Association ya abogaba por una supuesta “ideología del consenso entre clases”, un anticipo de lo que vendría después. Comprendiendo muy bien el concepto gramsciano de hegemonía, se dio cuenta de lo difícil que es que la clase obrera comparta los intereses de la burguesía a la que pertenecía. Es lo que tiene que sean antagónicos. Así fue como se dio cuenta de lo crucial de la industria cinematográfica como generadora de ideología.
Para conseguir esta hegemonía sobre las clases populares, Johnston fichó a figuras de la talla de Reagan, futuro presidente del país. ¿Por qué él? Por su enemistad con el sindicato de Hollywood, “The Guild”. Reagan serviría para realizar el primer ataque contra lo que ellos denominaban “radicales de clase baja”. Progresivamente, se empezó la llamada “caza de brujas” contra intelectuales de izquierdas, siendo remplazados por otros de derechas. Al mismo tiempo, el gran capital inyectaba dinero en la industria, haciéndose con el control de la producción y pegando un gran giro hacia el anticomunismo y el conservadurismo, cambiando la opinión del pueblo estadounidense.
La represión no conocía límites. Orson Welles, director de Ciudadano Kane, fue investigado por el FBI por atacar al magnate de la prensa William Randolph Hearst. La policía y los servicios secretos estaban con el poder económico. El capital permeó en la industria y el mensaje de las películas basculaba entre consumismo, conformismo y tradicionalismo. Familias felices, capitalismo del guay y sentimiento patriótico –y anticomunista- al igual que los mensajes patriarcales que invitaban a la mujer a imitar los roles domésticos patrióticos usurparon las pantallas del país. Ya siendo Johnston presidente de la Motion Picture Producer’s Association decretó que ningún comunista o miembro de algún partido u asociación que ataque al gobierno sería contratado y que los que estuvieran serían despedidos. Así, el cine pasó de reivindicación a servidumbre. El cine dejaría de atacar a los poderosos para señalar al “enemigo común” e influenciar en la opinión pública.
No olvidemos que eran tiempos de guerra para el Imperio del Mal. La Unión Soviética seguía plantándoles cara y el humilde pueblo vietnamita resistía. Asimismo, Alemania estaba patas arriba con las revueltas de la oposición extraparlamentaria, en Francia volaban adoquines y Lisboa era una fiesta de fados y claveles. Estados Unidos se jugaba ser dueño del mundo y no podía fallar. Y la maquinaria ideológica hollywoodiense comenzó a funcionar de nuevo. Películas sobre la guerra de Vietnam que hablaban de las barbaridades cometidas por el Vietcong o grandes producciones que mostraban una visión caricaturesca del Telón de Acero inundaron la cartelería no solo norteamericana, sino mundial. De hecho Salvar al Soldado Ryan hizo mucha más caja en Europa que en América. Así, Londres, Berlín y París hacían eco de la nueva propaganda estadounidense en sus cines, influyendo en la opinión pública europea.
La desconexión de la sociedad americana –e incluso mundial- de su propia realidad era un hecho. El capital había producido la suya propia y se la había metido doblada. En el caso de la antes mencionada Salvar al Soldado Ryan, expertos en historia coinciden en la distorsión de la participación de EEUU en la II Guerra Mundial. Esta película muestra al ejército estadounidense como indispensable en la victoria aliada sobre los nazis, cuando su participación estuvo realmente lejos de ser decisiva. En una encuesta realizada en Francia preguntando qué país había sido el protagonista de la victoria sobre los nazis un 57% de los encuestados eligió la URSS, mientras que solo un 20% se decantaría por EEUU. En 2004 se realizó la misma encuesta, pero arrojó datos totalmente distintos: 20% le asignaba la victoria a los soviéticos y un 58% a los yanquis.
Y es que la economía estadounidense crecía como la espuma a base de un frenesí de guerras imperialistas y golpes de Estado que terminaban en dictaduras favorables a sus intereses. El libre mercado yanqui dominaba –y domina- el mundo, y el cine era un negocio más para el Imperio. Un negocio que no solo generaba dinero, sino una hegemonía que ha puesto al mundo a sus pies pues, a pesar de sus bombardeos, saqueos y agresiones, ya nadie se cuestiona sus acciones.
¿O sí?
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